Si a vos te dicen que la única posibilidad que te queda en tu carrera poética es el soneto, la cárcel del soneto, no tenés por qué perder el tiempo manifestando a favor del verso libre. Hay que tratar de hacer el mejor soneto del mundo, pasarse las noches intentando buenos sonetos.Sonetos que, con la experiencia que da la práctica y la pasión, puedan leerse de corrido y parezcan verso libres.
Hernán Casciari
Hernán Casciari
Hoy a la mañana tuve una de esas clases inolvidables. Mi alumno escritor de ficciones me hizo leer su última producción. Su historia era un ejercicio de escritura libre, sin intervención de ningún docente -ni si quiera yo- para encarcelar la inspiración del alumno con la trillada consigna que reza "la historia tiene que empezar con la siguiente frase... Máximo: 350 palabras".
Luego de un viaje por su mundo de ficción, empiezo mi trabajo propiamente dicho. Análisis, sugerencias y lo que más me interesa: lograr que el alumno vea el camino recorrido desde la primera clase, aquella de la protesta solapada: "tengo que" escribir, hasta ésta en la que "quiere", intentar, escribir.
Luego hago mi pregunta favorita por el proceso: ¿cómo surgió la historia? Pretendo un racconto de la génesis, con el fin de lograr algún descubrimiento de patrones a la hora de narrar. Por patrones me refiero a esos rituales que poco tienen que ver con los planes conscientes o con las fechas de entrega. Más interesante es ese momento donde la mente, ya disparada, avanza sobre rieles, y de repente ve por la ventanilla el nombre de la estación: es acá. Acá hay una historia.
Entonces, hay que bajar, buscar mesa de bar y a escribir. Rápido. Donde sea. Pero que no se vaya; sentir el alivio de que, con lo anotado, ya la tengo. Esa es la historia. Falta el final. En un momento posterior, más tranquilo, releyendo, va anotando y, mucho antes de decidir que esa es la última oración - de golpe- ve que la historia ya terminó entre sus dedos. El final se delínea ante los ojos.
Sobre estas cosas versaba la conversación en mi clase de hoy; cuando de pronto, armando un portafolios mental de las etapas de escritura que mi alumno había atravesado, me di cuenta de que él -irónicamente bajo mi tutela- había resuelto mis propios interrogantes sobre cómo expresar algunas cosas. Porque antes las ideas se agolpaban, se agazapaban y, a veces, eran preludios, bocetos de cuadros para pintar algún día. Hasta hoy.
Entonces le pregunté cómo hacía para escribir ahora. Me contestó:
-Ahora trato de empezar por escribir algo parecido a lo que yo quería decir. Después, se llega ahí igual.
Hablamos de las dificultades de expresar en español cuando uno se la pasa leyendo y escribiendo en inglés, engulléndose el acento extranjero. El propio idioma es, a veces, una cárcel después de tanto viaje por la literatura anglosajona. Al final de la clase, nos despedimos, esperanzados de que una relectura de Horacio Quiroga pueda abrirnos camino o develar algún secreto existencial.
Sentí, mientras caminaba hacia mi casa, el alivio proveniente del efecto de la conversación. Conversación que no tuvo lugar en la escuela o en la oficina, sino en un tercer lugar, para el caso, un bar de Buenos Aires. Un lugar neutral, como en tren suburbano: rodeado de extraños y absorto en conversación íntima con un libro. Es allí, precisamente, donde yace un ritmo y un fluir de la conciencia. Ahí donde pareciera que la mente escribe, rodando sobre palabras acertadas que, aunque conocidas, estaban, hasta entonces,vedadas a la propia expresión.
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