¿Aguien recuerda algún poema de memoria? ¿Cuántos saben por qué (no para qué) el sábado es feriado? ¿Cuántos números de teléfono podríamos discar (¡qué palabra antigüa!) sin la ayuda de la agenda del celular?
Los que venimos de una educación memorística, asistimos con asombro al espectáculo del olvido. Les preguntaba a mis alumnos de FCE si guardan favoritos en sus navegadores. Casi no lo hacen. Todo lo que leen en la web son lecturas momentáneas, enlaces compartidos en el MSN para ver ahí mismo, en medio de la conversación, y luego: el olvido.
Paradójicamente, la web olvida muy pocas cosas. Hasta tiene una máquina del tiempo. Si bien todo está ahí, es el ejercicio de una minoría investigadora, invasiva de la privacidad, la que puede hacer que un enlace viejo nos torture en el presente. Y es por esto que sigo hablándoles a mis alumos de la importancia de la privacidad en Internet -frase paradójica, si las hay.
Internet, en tanto que memoria colectiva, no es más que un potencial de información para memoriosos u obsesivos. Ya no debe quedar gente perseguida por tener al día el lector de RSS. El popular Facebook no facilita las búsquedas de los estados anteriores. Todo es efímero y tiende a desvanecerse en el ancho de banda.
Y aunque todo esté ahí bien archivado y accesible con unos pocos clicks, para la gran vastitud de los navegantes de la red, una fuerza poderosa deja todo descansando en paz. No es que hayamos perdido la memoria. Más bien nos tornamos descreídos del valor de la capacidad misma de recordar.
La máquina del olvido se aceita con indiferencia.
Foto compartida bajo licencia CC por Gabriela Sellart en Flickr
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