"... siempre el amor me llega con la lluvia."
(1912-2002)
Es un clásico en la recurrencia de mis devaneos literarios: las ganas de escribir suelen emerger en los días de lluvia. Tal vez, la imperiosa carga de salir con paraguas, piloto, sandalias en vez de las botas de goma olvidadas a causa de la prisa, para volver a entrar a casa con los pies que traen el charco de la esquina anegada, inextricable, ineludible. Entonces, sacudir el paraguas, colgarlo en el lavadero, comer con hambre voraz algún almuerzo atrasado, para sorprenderse con el hallazgo de un insondable deseo de escribir.
A veces, yo no sé si escribir. Pero al deseo no le gustan las preguntas. Es casi un acto reflejo eso de buscar la hoja virtual en blanco y dejar que, al fin, suceda.
Hay un misterio críptico en el fluir de la escritura. Mi lenguaje da un brinco. Algo así como cuando uno se encuentra con una autoridad y automáticamente habla de usted. Pero, antes, no mucho antes, segundos previos, la mente conversaba afablemente consigo misma en otro idiolecto, tan propio y característico que uno ya cree que es indisoluble del nombre y apellido que a uno le tocó en suerte. Pero, el usted funciona como un trampolín a una circunvolución distinta de nuestra área de Broca. Y esa conjugación poco usada brota así, igual de familiar que las declinaciones diarias. Vuelve al recuerdo esa manera de hablar sin que medie esfuerzo alguno, como vuelven las canciones patrias o la nostalgia de las horas de la siesta de mamá en medio de la casa grande, embriagada de silencio.
Un salto parecido y análogo -seguramente la ciencia explicará esta diafásica algún día- ocurre entre el fluir saltimbanqui de esa voz interna de pobre sintaxis que me persigue desde que me despierto, siempre con alguna oración in medias res, hasta que irrumpe el imperioso deseo de escribir. Entonces, ¡voilà! Ahí está de nuevo, esa otra voz de concatenación prolija, dicción pausada, que mecanografía y se revela de a poco, como una foto antigua sumergida en una cubeta en medio de un cuarto oscuro, y que solo así comienza a mostrar sus renovados colores, perfumes y silencios.
El silencio es condición necesaria para escribir. Tal vez así escucho y transcribo lo que esa voz me dicta con acento suave entre presumido y pavoroso. Aunque no lo crean, no tengo mucho control de esa voz. No puedo decirle: ¿por qué no escribís sobre eso que convendría contar o eso que otros quieren leer? No, no funciona así. Es una voz caprichosa, como la de un niño que estuvo encerrado mucho tiempo, esperando que se hiciera la hora en que la casa retoma la vida después de la apesadumbrada siesta y nos disponemos a continuar, como si nunca hubiera existido el hiato, en medio del bullicio de las tazas y de la tele a la hora del té.
Entonces sí, rápido, a escribir. Vienen a borbotones palabras que mis amigos nunca me escucharon pronunciar, a entremezclarse con lo que quiero, o quiere esa voz atolondrada, decir. Si me apuran, les diré que es como una voz de sueño: junta retazos de vida remotos, fragmentos escritos hace tiempo en este blog, con las últimas páginas de la novela que leí ayer para plasmarlo todo junto, sin explicarme cómo. Intuyo que ese escribir tiene una función de limpieza cognoscitiva. Un barrido necesario, sobre todo, cuando nos gusta mucho leer a un autor y sentimos que nos tiñe la imaginación. Hay una necesidad de sacarse estructuras ajenas de encima para volver al equilibrio sereno de la propia y auténtica voz, con la esperanza de que, una vez templada la experiencia, poder recién ahí componer una identidad.
Yo no sé si escribir es algo que deseo o me desea. De todos modos, diré que es una acción lenta, meditativa -aunque no siempre meditada- y bastante espontánea. Me deja un sabor a paz, a esencia vital hilvanada desde tiempos inmemorables, a restauración de algo perdido y, para mi suerte, casualmente hallado. Como si todo lo vivido se condensara en una sucesión de palabras que sí, que tienen que expresarse exactamente así, para que yo pueda volver a la rutina diaria con la certeza de que nos volveremos a encontrar, mi propia voz y yo, entre esas comas que nos impone la normativa de la vida y algún que otro punto aparte.